GUSTAVO CASTRO

Sin mayores pretensiones de originalidad, se puede afirmar con bastante certeza que los índices de inflación que mes a mes publica el Indec (y en Santa Fe también el Ipec) constituyen un certero termómetro del humor social y que, consecuentemente, pueden servir como un fino predictor electoral. O al menos más preciso que buena parte de las encuestadoras, lo cual tampoco supone un esfuerzo supremo.

Dicho de modo simplificado, el pronóstico de las votaciones a través del instrumento del IPC se calcula de la siguiente manera: la competitividad de los oficialismos es inversamente proporcional al nivel de precios. Y esta aseveración no proviene de enrevesados cálculos políticos sino de la mera observación de la historia argentina de las últimas décadas.

A nadie escapa que la derrota del radicalismo en 1989 se explica casi en su totalidad por el fuego hiperinflacionario que incendió al gobierno de Raúl Alfonsín. La popularidad conquistada por Carlos Menem durante largos años se debió sustancialmente a la convertibilidad, un programa de aniquilación de la industria nacional e insostenible en el tiempo pero que tenía la contrapartida de la inflación cero. Los 12 años de kirchnerismo tuvieron sus picos de precios, especialmente en 2014, pero fueron posibles porque los salarios y jubilaciones ganaron largamente la carrera. La caída de Mauricio Macri en 2019, pese a tener detrás suyo un formidable e inédito dispositivo de poder, es el resultado de pasar del 25% al 50% en el IPC. Ahora, con el antecedente cercano de las elecciones legislativas 2021 y con un alza en el costo de vida en tres dígitos, ¿por qué el peronismo no haría un papelón en las urnas?

Más aún. Alberto Fernández llega a la presidencia con la promesa de volver a llenar la heladera y recuperar el asado dominguero en familia. Ese además fue el mandato social en su conjunto, pero especialmente de la base electoral del justicialismo, es decir la fracción poblacional que se ubica del medio para abajo en la pirámide socioeconómica del país. En ese segmento, donde impacta con fiereza el 103% de aumento del precio de la comida, no es arriesgado sospechar que el humor es pésimo. ¿Por qué esa irritación no tendría traducción electoral?

En Juntos por el Cambio entienden que efectivamente la suerte del oficialismo ya está echada. Eso es lo que dispara la brutal guerra intestina a cielo abierto que se observa diariamente en medios y redes: quien gane la interna presidencial de la coalición opositora, suponen, será el nuevo inquilino de la Residencia de Olivos.

Esta teoría, que tiene toda lógica, no está exenta de matices. Uno de ellos, no menor, es que el recuerdo del fracaso económico –para las mayorías populares- del gobierno de Mauricio Macri está todavía demasiado fresco. El otro es que enfrente sigue estando Cristina Fernández de Kirchner, cuyo núcleo duro de adherentes debe estar ciertamente abollado pero que continúa siendo un caudal nada despreciable, pese a los altos niveles de rechazo que congrega su figura.

A propósito del kirchnerismo y del eje de esta columna: las furibundas disputas internas en el disfuncional Frente de Todos están atravesadas por las peleas de espacios de poder, también por los egos y miserias humanas de sus principales protagonistas, pero su origen estructural se encuentra en el fallido combate contra la inflación y la consecuente pérdida de competitividad electoral.

En la provincia de Santa Fe, la oposición mayoritaria, que ahora se intenta nuclear en el dificultoso frente de frentes, se mira en el espejo de la coyuntura nacional. Hay un convencimiento firme de que el justicialismo está de salida de la Casa Gris, una idea que incluso permea en no pocos habitantes del heterogéneo continente peronista. Por derrame de la situación nacional, claro, pero también por los magros resultados del gobierno de Omar Perotti frente a la violencia criminal, al menos en Rosario. El problema de esa mirada es que desborda de autoindulgencia, en tanto la erupción del volcán narco no se produjo hoy sino cuando varios de los contradictores del justicialismo ocupaban despachos oficiales. No está tan claro que la población santafesina ya haya firmado los indultos correspondientes.

En este panorama, en el que las últimas experiencias de gobierno a escala nacional y provincial exponen demasiados costados débiles, se produce la irrupción de Javier Milei. Se podría decir que es precisamente la resultante de este contexto: captura una porción de voto ideológico pero, sobre todo, se ofrece como instrumento de castigo.

La moneda está en el aire. Que caiga de canto no es imposible.