Democracia bajo ataque
Así como cada imagen que iba apareciendo desde distintos ángulos nos mostraban la gravedad del atentado a Cristina, cada minuto posterior, lejos de traer calma, profundizó urgencias y miserias de una democracia que vive bajo ataque. Si es irresponsable pensar el atentado como un hecho aislado a distintos acontecimientos previos, no podemos evitar pensar que el límite que se cruzó no es un “hasta acá”, más bien conforma un “desde acá”.
La ¿fiesta? de la democracia
No hay en nuestra historia imágenes tan contundentes como las que vimos hace poco más de una semana, cuando Sabag Montiel puso su arma frente a la cara de Cristina. No le importaron los celulares filmando, las distintas cámaras de los medios ni la multitud que lo rodeaba. Saliera o no saliera su disparo, algo era claro: su destino se definía igual en ese instante.
James Baldwin decía que “la creación más peligrosa de toda sociedad es el hombre que no tiene nada que perder”. El autor también diría que nada es más desolador, “no tener nada que perder es una manera de saber que a nadie le importás, ni a vos”. La impunidad con la que se maneja Montiel acontece en este campo, un campo muy bien trabajado por diferentes sectores, que a pesar de tener responsabilidades democráticas, saltan a la soga con la ética que conforma a los espacios que ocupan. Espacios que no son neutros. Ejecutivos, legislativos, ex funcionarios, diferentes actores políticos que hayan sido gobierno o aspiren a serlo, voces de la cultura que participan activamente mostrándose opositoras, oficialistas o que juegan a una falsa imparcialidad abusando de los eufemismos, opinión pública en general —y en particular— existen en tanto y en cuanto hay una democracia.
Olvidar esta base constitutiva no solo habilita atentados contra lo que te opones: en ese mismo acto también se atenta contra lo que garantiza tu existir en el orden social. La paradoja que revela el después del atentado a CFK es que la gran mayoría del arco opositor no es consciente de la puerta que se abrió en el momento exacto en el que un tipo intentó matar a una vicepresidenta a la vista de todos y muchos de ellos lo pusieron en duda, mientras otros directamente lo confirmaron como algo preparado.
Entendiendo que gran parte de esos nombres no provienen de la política, más aún, diría que muchos provienen de un error de la matriz, podemos hablar de ignorancia, pero la ignorancia no es ingenua ni inocente. Mucho menos gratuita si la practicas y promovés desde un lugar vital con responsabilidad democrática. Ahí, entonces, es un acto dirigido.
Andrea Marcolongo señala que la ignorancia se volvió un valor social, y responsabiliza directamente a políticos e intelectuales por cómo han vaciado palabras. “Si las palabras están en peligro, inmediatamente debemos identificarlo como un signo de la fragilidad de la manera de pensar de esa época”, advierte la escritora italiana y desde esa reflexión nos permite otro acto-reflejo: podemos ver a través de la vulgarización del lenguaje la fragilidad de los sistemas políticos.
Personajes como Milei, Espert o Amalia Granata, solo por nombrar tres de los tantos que han estado y están ocupando bancas, son buenos ejemplos. Cuando hablamos de ignorancia, el ignorante es muy de sacar a relucir sus títulos y diversas credenciales. Pero la ignorancia no tiene que ver con un recorrido formativo. Ni siquiera se trata de inteligencias o sabidurías, esta última tan íntimamente ligada, además, a la prudencia del saber qué decir, cómo, dónde y cuándo decirlo, sabiendo que hablar siempre es conflicto y trae consecuencias, efectos. Y si hay sabiduría es porque ante todo hay escucha. Porque el decir no solo es forma, es fondo. En definitiva, se pueden tener conocimientos y herramientas y ser ignorantes en la gestión o promoción de ese conocimiento y esas herramientas.
Marcolongo destaca cómo las generaciones de nuestros abuelos aún sin tener carreras universitarias, y yo agrego, incluso sin primaria completa, otros tantos analfabetos o sin conocer a fondo sus nuevos idiomas a fuerza del ser migrantes, entendían el valor político del idioma y del lenguaje, que va mucho más allá de las palabras. “Sabían que la cultura, todo lo que integra el saber, el hablar bien, era fundamental para sus derechos, para la democracia”, explica. Hay comunidad porque el compartir idioma permite comunicarse, pero principalmente porque hay un lenguaje político, cultural y social. Eso es, entre otras cosas, el consenso. Es imposible pensar una comunidad si ese lenguaje se rompe. El lenguaje se rompe y a la par se rompen los lazos sociales, en consecuencia, nuestra realidad: no hay comunidad. Sin comunidad se pierde total noción del otro.
Ser oposición exige aún mayor apego a la cultura democrática: estás ahí para fortalecerla. Puede que una de las principales batallas perdidas de la democracia sea haber abierto la puerta para que los antidemocráticos jueguen a ser políticos. Nadie mete en su casa a alguien que quiere incendiarla y que lo grita a los cuatro vientos. No se puede volver al momento en el que entraron, pero sí se puede empezar a moderar, en el sentido literal de la palabra: “Templar, ajustar o arreglar algo, evitando el exceso” (RAE). El exceso de confusión, de vivir la democracia como un vale todo, en el que cualquiera puede decir cualquier cosa, pone en peligro al sistema y a todos. No hay garantías para nadie, ni para el que promueve ese vale todo.
Si hay costos políticos que pagar, y los hay, si hay imaginarios e idearios que derrumbar, y también los hay, que suceda. Pero lo cierto, también, y lo que hace más desolador el después del atentado, es que estamos en un desierto, un desierto de esos que crece frente a nuestros ojos cuando no vemos a nadie a la altura de las circunstancias. Y si los hay, están demasiados solos y/o aislados.
Para vos lo peor es la libertad
Pensar la libertad de expresión como un derecho o principio es despojarla de los intereses que a través de ella se ponen en juego. Y es importante destacar el a través de ella, porque es desde ese punto que podemos levantar la mirada y ver.
La libertad de expresión es un móvil para consolidar la democracia, una garantía de acceso a información, ideas, discursos, manifiestos, pulsos sociales, culturales y políticos sin perder su condición democratizante. Acá tampoco hay neutralidad, no es individual, no es climática ni antojadiza, no es huérfana ni vagabunda: es democratizante. Existe como garantía de democracia, su existencia no se funda en atentar contra aquello que la hace necesaria. Por lo tanto, guarda derechos, pero —sobre todo— deberes. Los deberes moderan los derechos. La fertilidad del acto de moderar dependerá, como siempre, del propósito, pero, a priori, nada que se piense como garantía democrática debería obviar los límites sociales pactados. Para reconocer esos límites contamos, entre otras cosas, con los derechos humanos.
"Libertas en latín, ἐλεύθερος (/eléutheros/) en griego, son palabras que derivan de una antiquísima raíz indoeuropea, leudhero, esto es, «aquel que tiene derecho a pertenecer a un pueblo»", recupera el libro Etimologías para Sobrevivir al Caos. Pero esta raíz no está sola. En El Aroma del Tiempo, de Byung-Chul Han, a través de la raíz indogermánica —«fri», de las que derivan las formas libre, paz y amigo (en alemán) significa amar (lieben)— encontramos que ser libre significaba “perteneciente a los amigos o a los amantes”. El filósofo resalta con énfasis que “Ser libre no significa tan solo ser independiente o no tener compromisos. La ausencia de lazos y la falta de radicación no nos hacen libres, sino los vínculos y la integración. La carencia absoluta de relaciones genera miedo e inquietud”, en tanto, “El compromiso, y no la ausencia de este, es lo que hace libre". Nadie es libre en soledad, la libertad individual dentro del orden social que conforma a la humanidad es una fantasía.
Dice Andrea Marcolongo que volver a la fuente de las palabras es como alcanzar “los pensamientos no contaminados, porque estás en el origen”, y en ciertos momentos, frente a ciertos escenarios, es fundamental, porque “todas las constantes de la cultura están en nuestra lengua”. Debemos refundar una cultura democrática y sin lenguaje político, sin recuperar palabras como libertad, vida, justicia, seguridad, entre otras, esto será imposible.
“Cambio es el nombre del futuro”, dijo Néstor cuando asumió el 25 de mayo de 2003. Lejos de plantear el cambio como algo que por sí solo significa algo bueno, como lo nuevo no es necesariamente bueno o mejor en su ser novedad, configuró su idea en pleno uso del lenguaje democrático: “por comprensión histórica y por decisión política, ésta es la oportunidad de la transformación, del cambio cultural y moral que demanda la hora”. Meses después repetía estas palabras pero agregaba algo fundamental, la invitación a ponerle fin a una manera de hacer política, y consecuentemente, de gestionar el Estado. Su conclusión y propuesta fue que “el cambio no debe sólo reducirse a lo funcional, debe ser conceptual”. Traigo estas palabras porque, además de la belleza y de lo conmovedoras, fueron fieles. Es decir, lo dijo y lo hizo posible.
No perduró no porque haya perdido o no haya podido. Las luchas sociales son permanentes, dice Angela Davis. Y esto es también que no hay victorias permanentes, pero tampoco las derrotas duran para siempre. Aunque es cierto que el mundo está cada vez más hostil y complejo para los que abrazamos las banderas de la justicia social, es ese sentirnos vencidos lo que debe obligarnos a levantar una vara. Porque lo que nosotros hagamos será herencia social, política y cultural para las próximas generaciones. Y parafraseando el clásico “los maestros en lucha también enseñan”, una sociedad comprometida hoy también organiza, libera y hace comunidad a futuro.
Cultura democrática, divino tesoro
La derecha ha sabido hacer de la ignorancia un camino minado porque nada es más anatema que la ignorancia. Y nadie usa, como usa la derecha, la condición no democrática de la muerte, como advierte Byung-Chul Han. Por eso, la pulsión pública y edificante de la derecha es la muerte. Y eso es lo que las izquierdas, el campo nacional y popular, olvida. Es la muerte lo que nos enfrenta. No el odio.
Hablar de un amor que derrota al odio es llevar la disputa política al campo de lo imposible. Porque el amor y el odio no son opuestos, es una misma pulsión por diferentes medios. Todo el que ama, odia. Todo el que odia, ama. Todos tenemos amor y odio en nosotros, mal que nos pese. Si el mundo se dividiera en amor y odio no sería el lío que es, no tendríamos los conflictos estructurales que tenemos. Desmontar este falso versus parece urgente. Y también dejar de llevar las batallas políticas a lo imposible. Quien pretende y pide lo imposible en política, advierte el pintor Daniel Santoro, es el que lo tiene todo, el que está aburrido de recibir todo lo que pide. Es decir, el que no necesita de la política como herramienta social, cultural y de ordenamiento de su vida. Los platos de comida se llenan dentro del campo de lo posible. Y urgente, claro.
Lo opuesto al amor es la indiferencia. Y a través de la indiferencia podemos ver con más claridad la condición no democrática de la muerte. Hay muertes que no importan porque hay vidas que no importan, que molestan, que ocupan un espacio que se presupone para otros. El sistema no tiene lugar para todas las vidas, por eso no todas las muertes se lloran ni se duelan igual. Ese es el principal ataque y rasgo de fragilidad en una democracia.
En un mundo con estados que parecen cada vez menos estados y más socios de los mercados, que son los que definen la utilidad de las vidas en función a su productividad, productividades asignadas por las variables de raza y clase, es urgente volver a un lenguaje político. No anímico, no emocional, no hay más tiempo para eufemismos ni frases hechas. Es el neoliberalismo el que nos quiere hablando de amor y de odio cuando deberíamos estar discutiendo cómo recuperar a todos los que se han caído del sistema, como evitar que se sigan cayendo, cómo volver a un mundo en el que los cuerpos son cuerpos y no producto o servicio, porque así se vuelven variable descartable fácilmente. Deberíamos estar hablando de lo importante que es que cada uno de nosotros nos mantengamos con vida y de la necesidad de construir políticas y redes comunitarias que llenen nuestras vidas de posibilidades. Porque es en el olvidar la pulsión de vida que la pulsión de muerte gobierna.
Volvamos a Amalia Granata, como si no hubiera sido irresponsable acusar de falso el atentado y salir a amenazar a sus pares porque pidieron la remoción, en un claro ejemplo de la moderación que la democracia necesita y con las herramientas que cuenta para eso, compartió una foto de Cristina rodeada de militantes y señaló que uno de esos chicos era el que la había intentado matar. En estos gestos, la diputada santafesina resume todos estos párrafos: no respetó ninguna garantía democrática. Y tampoco cumplió con uno de los principios básicos del periodismo: chequear. Expuso a un militante inocente a un clima sórdido. Por días, su imagen fue apareciendo por todos lados, incontables veces. Cuando se comprobó que ese joven no era Montiel todos hicieron silencio, también ella.
A la variables de raza y clase que suelen marcar qué tanto importan las vidas y el valor que merecen recibir sus muertes, en países como el nuestro —en el que la clase se racializa y la raza se extranjeriza, pero también está asociada al peronismo— ese gesto irresponsable de exponer a un militante bajo una información falsa y tan delicada muestra el deseo de exterminio y de ignorancia. Los políticos de raza, tienen algo bien claro: necesitan a Cristina viva y a todos sus militantes vivos. Pueden reprimir, pueden calentar los mares. Pero lo que menos quieren es otra Evita. Las demostraciones de apoyo, los Cristina2023, las calles llenas en todo el país, y no solo de militantes ni peronistas ni kirchneristas, dan muestra de lo que acontecería y de lo que la gente ya en miles de ocasiones dijo: no queremos volver a ciertos climas ni escenarios. Pero también sabemos que no se necesitan mayorías para que la tragedia y el terror ocurran.
En palabras de Juan José Becerra, “No es cierto que la Argentina sea un país polarizado. ‘Polarización’ es un término fiaca de la jerga de consultoría que sirve para describir vísperas electorales, bloques de discursos, culturas en litigio. Pero es demasiado gomoso para definir una estructura de poder, que no está justamente polarizada. En esa estructura, el poder popular del peronismo y sus aliados volátiles no alcanzan nunca el tamaño y la estabilidad del poder-poder que sueña con absorberlo o suprimirlo. Pero ¿por qué alguien se dejaría suprimir? Al intento de supresión, el peronismo siempre ha respondido con un principio de reacción, que es el del derecho a la existencia. Lo que se conoce con el nombre de gorilismo, actúa a sol y a sombra para derogar ese derecho. Que el peronismo no exista o, en un éxtasis de trasmutación, que sólo exista como matiz del gorilismo.”
Para concluir, recuperar el lenguaje político a fin de refundar una cultura democrática nos obliga, también, a honrar eso que llaman grieta, que no es más que una línea indispensable e histórica. Una división que separa a los que queremos democracia y a los que no. Mantener esa línea ordena pero no recompone mágicamente los lazos rotos ni la cultura comunitaria. Angela Davis plantea que llegamos a un tiempo en el que ya no se puede pensar en el Estado como un Estado salvador, pero eso mismo es lo que nos obliga a organizarnos mejor social y políticamente. Su cuestionamiento se sostiene viendo lo imposible que es que las mismas estructuras partidarias que son parte del sistema puedan alcanzar expectativas mínimas de bien común, en cambio, no solo es fácil sino moneda corriente ver cómo el mal común de la destrucción avanza y ni siquiera necesitan ser gobierno para ejercer esa fuerza, ese poder.
Andrea Marcolongo define al pasado como un manual de instrucciones. La carta de Rodolfo Walsh nos instruía y lamentablemente se puede leer en clave presente: “el terror se basa en la incomunicación”. Hoy el terror es que estamos “sobrecomunicados” y eso también nos incomunica, porque es una comunicación sin lenguaje, sin idioma, de reacciones y RT corriendo a velocidad luz por comunidades virtuales. “Rompa el aislamiento” debe ser nuestra proclama. Romper los microclimas, salir a buscar consensos mínimos, de a poco, caminar los territorios, mano a mano. Salir de las redes, de esa falsa cercanía y falsa humanización que muestran, dejar los emojis y eufemismos, usar palabras, hablar para todos, no solo para los propios, trazar puentes. Una cultura democrática de cuerpo a cuerpo, de hacer camino al andar, de poner vida, que no es más que recuperar esperanzas y definiciones en el campo de lo posible, donde otros quieren muerte.